martes, 29 de enero de 2013

Dios proveerá


“Dios proveerá.”
“No hay mal que por bien no venga.”
“Nunca llovió que no escampara.”
“Al mal tiempo, buena cara.”

Nuestra cultura está llena de dichos, refranes y chascarrillos que alientan la esperanza. Quizá sea por herencia de nuestro arraigo católico ese constante llamamiento a la resignación y a la confianza en que las cosas cambian con solo desearlo y con la ayuda inestimable del paso del tiempo. Y si no es así, no debes preocuparte, te espera una vida fantástica en el más allá en el que todos tus sacrificios terrenales se verán recompensados con una vida eterna en perpetua felicidad.

El truco se diría burdo de no estar avalado por su extraordinaria eficacia. Masas incontables de personas a lo largo de toda la historia de la humanidad, entregadas resignadamente a tareas en las que desgastan, se juegan y a veces pierden la vida con la mirada puesta en un horizonte que no cambia y al que han aceptado ya como paisaje de fondo que adorna el escenario de sus menesterosas vidas.

“Sigue aguantando, el premio no está en la vida sino después de la muerte.”

Son los que dirigen tu vida los que después de la muerte sufrirán el fuego eterno porque han preferido un paraíso terrenal efímero a uno celestial e infinito.

Cerca de mi casa se organiza un mercadillo todos los martes por la mañana. El ayuntamiento habilitó una zona para que los vendedores ambulantes pudieran montar sus tenderetes y recaudar así su diezmo sobre los más ricos de los más pobres.

Pero, como hasta en la miseria hay clases, algunos vendedores ilegales, es decir, que no pagan su cuota correspondiente a la autoridad municipal, aprovechan los días de feria para desplegar sus sábanas en un parque cercano.

Venden toda clase de artilugios, seguramente recogidos en los contenedores de basura: desde un teclado de ordenador roto hasta un viejo radiocasete o ropa usada que venden casi al “lo que me des”. Los ricos de los pobres se quejan porque les quitan ventas y no pagan sus impuestos, y por eso, todos los martes, en el mercadillo, los parias de los parias, juegan al escondite con la policía que, seguramente herida en su orgullo, ha optado por confiscarles un día tras otro todo lo que tienen.

Pero hoy, el despliegue policial fue superior al habitual. Varias motos, varios coches y hasta un camión de la policía municipal acorralaron a los indigentes que trataban de esconder sus fardos en algún rincón de algunas de las casas abandonadas de la zona mientras los agentes iban llenando el camión con lo incautado.

La escena era triste.  Un hombre se me acercó e, incapaz de contenerse me dijo: “Ya sé que son pobres, pero tampoco pueden ponerse ahí en ese parque donde juegan los niños”. Eché un vistazo para ver a los niños jugando un martes lectivo por la mañana y, como era de esperar no había ni uno solo. Entonces miré al hombre a los ojos y le dije:
-“Sí, en este país somos fuertes con los débiles y débiles con los fuertes”.
-¡Ah! Eso también, me contestó.

Me preguntaba qué pasaría si algún poderoso local hubiese organizado un mercadillo a beneficio de los menos de lo menos. ¿Le cobraría el ayuntamiento su correspondiente impuesto?

¿Podría darse la paradoja de que la policía vigilase los puestos que los ricos montan para ayudar a los pobres y persiguiese a los pobres que montan sus puestos para intentar sobrevivir?

No será que en la parte más sumergida del mundo lo único que está permitido es la resignación.


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