En esto del “vivir un día más” como
único sentido de la vida, uno cae despacio, como sostenido por un globo de aire
caliente cuyos pinchazos se esfuerza en negar.
Envejecer es como
retorcer los tubos de pintura para intentar sacar una gota más que llevar al
lienzo. Es como ver el mundo desde muy lejos, mientras padeces los empujones de
aquellos que lo ven solo desde muy cerca. Es saber con certeza que la
ignorancia mayor es la mayor sabiduría a la que se puede aspirar. Asumir que
cada día puede ser un poquito peor que el anterior y acostarte agradecido
cuando, al menos hoy, ha sido mejor que ayer.
Escribo esto a muchos
metros aún del suelo, mientras empiezo a tomar conciencia de que quizá el único
sentido de la vida sea simplemente eso: sobrevivir.
Vacunado de
hedonismos, sobrevuelo la simpleza de comprender que la felicidad descansa en
un banco de tres simples patas: querer, que te quieran y sentirte útil. Y a
merced del viento sigo mi viaje, observando con dolor las cuitas de quienes no
entienden que, aunque pompas de distintos colores, por dentro somos todos aire.
Aire en recipientes limpios o decorados, con melenas de colores o el cabello
engominado. Abrazados a banderas diferentes, somos aire con idiomas distintos, y
distintas capacidades pero, por dentro, siempre siempre … el mismo aire.
Desde aquí arriba
observo cómo la inconsciencia vuelve a plantar semillas de odio, cómo el rencor
crece entre hermanos y cómo ese segundo crucial que determina si la piedra
abandona la mano o tan solo se deja acariciar por ella, parece haber
desaparecido ya de todos los cronómetros.
Subid, volad, la
verdad no está en las razones sino en el aire.