Hace ya cinco años de aquel 15 de
mayo en el que, presuntamente, un SMS enviado por sabe dios quien, se extendió
de forma viral y movilizó a miles de ciudadanos animándolos a tomar las plazas
y, siguiendo el consejo de Stéphane Hessel en su libro “¡Indignaos!”, publicado
justamente el año anterior, mostrar su indignación contra un sistema que ha
demostrado una y otra vez no tener ninguna consideración o siquiera el mínimo
aprecio por el bienestar de los ciudadanos y por la defensa de sus derechos fundamentales.
Las flagrantes injusticias de los
sucesivos gobiernos que se mostraron sin vergüenza, fuertes con los débiles y
débiles con los fuertes, alimentaron de indignación la voluntad de cientos de
miles de ciudadanos que deseaban morir como súbditos para renacer como personas
libres.
La historia se ha escrito siempre
de arriba abajo, y en sus libros se habla casi exclusivamente del poder y de lo
que los seres humanos son capaces de hacer por poseerlo.
La RAE es prolija en definiciones
de la palabra poder, pero quizá la que mejor describa, en mi opinión, ese
concepto sea la siguiente: “Dominio,
imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo.”
El verdadero poder es por tanto la capacidad de hacer cumplir los propios
deseos, la posibilidad de guiar, orientar o incluso doblegar las voluntades
ajenas, igual da el fin con que se haga, o más simple aún, la facultad de ser
obedecido.
Como seres gregarios, necesitamos
normas de convivencia, como jerárquicos, necesitamos un pastor que nos guíe
pero, ¿somos todos gregarios y todos jerárquicos? Rotundamente no.
De igual modo que hay personas
que socializan con dificultad y buscan deliberadamente la soledad, también hay
gente que rechaza el sometimiento a una voluntad ajena y viceversa. Son por
tanto enemigos del poder en cuanto que si su actitud se extendiera a toda la
sociedad, el concepto de poder, dejaría de tener sentido alguno.
Quizá una buena parte de los que
salieron a la calle el 15M eran de esta clase y lo digo basándome en el
desencanto que a cinco años vista percibimos en muchos de aquellos que con
tanta desconfianza replegaron sus tiendas de campaña en la Puerta del Sol de
Madrid el día que todo terminó. No huían, sólo creían que aquello continuaría hasta
tomar la forma que tanto deseaban.
Se usaban palabras
grandilocuentes como “empoderamiento” o “transversalidad” palabras que suenan a
música celestial en los oídos de un no jerárquico y que, unidas a otra no menos
hermosa: “igualdad”, le hacen creer a uno que la libertad personal no es una
quimera, sino simplemente una utopía cercana.
Todo parecía ir encaminado, hasta
que, poco a poco las bambalinas fueron dejando entrever lo que tras ese
movimiento había. Muchos, los gregarios jerárquicos, han encontrado sus nuevos
pastores y siguen, sirven y defienden con vehemencia a sus nuevos líderes y
confían ciegamente en ellos porque saben, equivocados o no, que les guiarán
bien. Otros, los no jerárquicos, se han desencantado ya de todo aquel
espejismo, tras ver lo que la implacable verdad fue dejando ver, que el
problema sigue estando en el poder mismo y la incapacidad de quienes lo desean
de no embriagarse de él.
Era evidente que los poderosos
que se sentían amenazados, iban a activar todas sus defensas y revisar con lupa
a los nuevos candidatos a salvadores patrios, y entre cientos de mentiras
publicadas en los mentideros oficiales de uno y otro color, se colaba de vez en
cuando alguna verdad para la que no se encontraba una explicación
satisfactoria.
Así, aparecieron millones de euros
de subvenciones de orígenes diversos, negados unas veces y admitidos otras,
maniobras de dudosa legitimidad en los centros universitarios de los que
algunos de estos nuevos rostros procedían, y financiaciones de países
extranjeros, que, si bien se negaron una y otra vez incluso en sede judicial,
no recibieron explicaciones adecuadas, puesto que se trataba de donaciones
canalizadas a través de terceros, de modo que puede que A no financie a B, pero
también puede que A financie a C y que sea C quien financie luego a B, maniobra
extraordinariamente simple que tranquiliza al sistema judicial y sin duda
alguna a los jerárquicos, pero en absoluto a quienes no lo son.
Hoy todo parece claro. Los nuevos
líderes resultaron ser como los viejos, y la nueva política, resulta que
peinaba canas y usaba crema antiarrugas.
El parlamento ha ganado en
colorido, ahora los que no nos representan son más jóvenes, visten de manera
informal, - perdón, quizá debí haber dicho: “casual”- lucen cuidadas melenas y
rastas, modifican las fórmulas de juramento para hacerse notar y aplauden sólo
a los suyos porque hay que defender el territorio ideológico como propio,
aunque a veces sea coincidente al 100% con el del “enemigo”.
Han demostrado adaptarse rápido a
la retórica del resorte, esa que salta automáticamente cuando alguien ataca a
un compañero de partido y que nos permite ocultar la verdad un rato en el
bolsillo trasero de nuestro vaquero de Zara, hasta que el rubor se calme,
sabedores ya de que, con el tiempo, el rubor dejará de existir, y la verdad
anidará permanentemente en el cajón de la mesilla de noche, donde las cosas no
molestan ni para dormir.
El movimiento resultó ser como el
capote de un torero que escondía la pared contra la que nos descornamos una vez
más, como ese golpe de estado que el dictador se organiza a sí mismo para
controlar a los disidentes.
¿Y ahora qué? se preguntan lo
desencantados. Pues ahora sólo queda analizar los errores y volver a empezar, o
tirar la toalla y esperar la muerte sentados en un rincón, empapando el suelo
con las babas de nuestras quejas y el agua que salpique de nuestros baños de
autocompasión que irán creciendo hasta ahogarnos.
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