Lo
imagino en su casa, correteando tras su madre de una habitación a otra, viendo,
sin entenderlo, como su familia metía una a una sus esperanzas en la mochila
para dejar atrás un presente aterrador. La veo a ella, contándole que viajarán
a un lugar maravilloso donde tendrá muchos amigos. Un lugar sin disparos, sin
explosiones, sin ríos de sangre en las calles y en el que no saldrán de casa
pensando si al volver, su hogar seguirá en pie.
Le veo
abandonar su tierra cogido de la mano de su hermano mayor, sin saber siquiera qué
es un país ni una frontera, o qué significan palabras como dictadura, yihad o quién
es ese dios por el que la gente hace tantas cosas horribles.
Se
llamaba Aylan Kurdi. A sus tres añitos de edad, no tuvo tiempo siquiera de
gastar sus zapatitos nuevos, esos que sus padres le compraron previendo un
camino largo y duro.
Su
delito, pertenecer a una especie para la que la vida no es lo más importante.
Su condena, morir en una playa sobre la que debió haber correteado con un cubo
y una pala.
Hoy
su fotografía en la prensa nos silencia a todos. Silencia razones, excusas, o
causas ya indefendibles.
Hoy,
que cada uno se trague su vergüenza y que las burocracias se atraganten en el
intento.
Publicado en XLSemanal Nº 1456 20/09/2015
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