miércoles, 22 de abril de 2015

NUESTRAS VIDAS SON MERCANCÍAS (Parte II)


La vida ya no es un valor en si misma. Es una mercancía de interés comercial estratégico.

AUSAJ


            Continuando con el análisis de la Querella formulada por la Plataforma de Afectados por Hepatitis C (PLAFH) ante el Tribunal Supremo el pasado día 13 de febrero (se puede consultar en http://ausaj.org/querellavhc – Versión editorial de la querella contra Ana Mato, Pilar Farjas, Belén Crespo, y la farmacéutica GILEAD, de la que han sido eliminados los datos personales de los afectados por el virus VHC. La querella ha sido redactada por el equipo de abogados de AUSAJ), nos hemos de referir a la imputación instada contra las querelladas, doña Ana Mato Adrover, doña Pilar Farjas Abadía y doña Belen Crespo Sánchez-Eznárriaga, como presuntas autoras de una larga serie de Delitos de Homicidio en la modalidad de Comisión por Omisión.

Así, conforme al artículo 11 -Código Penal: “Los delitos o faltas que consistan en la producción de un resultado sólo se entenderán cometidos por omisión cuando la no evitación del mismo, al infringir un especial deber jurídico del autor, equivalga, según el sentido del texto de la Ley, a su causación. A tal efecto, se equiparará la omisión a la acción:

a) Cuando exista una específica obligación legal o contractual de actuar.

b) Cuando el omitente haya creado una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión precedente”.

Este precepto contempla la regulación de la figura denominada doctrinalmente “comisión por omisión” u “omisión impropia”, consistente en la producción de un resultado delictivo mediante un no hacer, cuando ese no hacer podría evitar tal resultado y existía obligación de impedir que se produjera. Esta figura se distingue de la otra manifestación de la omisión, la denominada “omisión propia” que radica en la simple inejecución del acto que la ley exige al sujeto. Jurisprudencialmente se caracteriza por lo recogido entre otras muchas, en STS de 28 de mayo de 2013.

Por su parte, la STS de 20 de mayo de 2014 contiene una definición general de dolo: “el dolo propio del delito de homicidio puede ser directo o eventual. El primero existe cuando el sujeto pretende directamente causar la muerte de la persona atacada, o cuando, pretendiendo otro objetivo, considera que la muerte es un resultado que acompañará a aquel ineludiblemente. En cuanto al dolo eventual se ha considerado, con distintos términos, que concurre cuando el sujeto conoce el peligro concreto, jurídicamente desaprobado, que crea con su conducta para el bien jurídico, con una alta probabilidad del resultado, a pesar de lo cual la ejecuta”.

            Por lo demás, conforme a la tan referida Querella, “En cualquier caso, sea a titulo de dolo o titulo de imprudencia,  la omisión es causal cuando el hacer obligado hubiese evitado el resultado. Y eso es justamente lo que aquí sucede. Si se hubiere actuado con celeridad (curioso resulta que se tenga además que superar y dejar de lado lo poco que se hizo: Informe de Posicionamiento superado por la Estrategia de priorización, y así sucesivamente), si no se hubiere impuesto el criterio económico al médico, al vital, si se hubiesen escogido alguna de las medidas alternativas de las que se disponía (licencia obligatoria, expropiación, prestación forzosa), si se hubiese escuchado realmente a los expertos, si no se hubiera despreciado la vida y la salud de los enfermos y se hubieran administrado los tratamientos a tiempo las muertes no se hubieran producido, la puesta en riesgo de la vida no habría existido ni existiría y  las lesiones no se hubieran causado ni se seguirían causando. En este punto, precisaremos que la puesta en peligro de la vida se ha producido en todos los casos, aun en los casos en que se ha administrado tardíamente el tratamiento, debiéndose determinar, lo que aún no es posible, si en el caso de las seis personas querellantes particulares a los que se le ha suministrado el tratamiento al momento de presentación de esta querella el riesgo ha sido superado o no, causándose por el retraso en todo caso una lesión de su salud y de su integridad”.

            En relación a la “Posición de Garante” ocupada por las referidas tres Querelladas, la Querella (páginas 61 a 72 de la versión editorial) efectúa un minucioso análisis de la Jurisprudencia Penal, Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, partiendo de la consideración de que el supuesto de hecho que es objeto de la Querella es la actuación de las autoridades sanitarias ante la pandemia -así como ante la epidemia actual- provocada por el virus de la hepatitis C. Actuación en la que se imbrican, incidiendo de manera directa e indirecta, conceptos que confluyen y resultan complementarios: la salud pública o colectiva y la salud individual. Todo ello afecta, efectiva y trascendentalmente, a los  Derechos Fundamentales a la vida y a la integridad física y moral de las personas afectadas.

            En este sentido, el Tribunal Constitucional considera que, “aunque el artículo 43 - CE- no reconoce un auténtico derecho subjetivo de la ciudadanía, esto no niega el carácter normativo del precepto, tan sólo lo modula, siendo que en cualquier caso vincula a todos los poderes públicos y ha de ser articulado "a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios (art. 43.1 y 2 CE)" (STC 126/2008)”. Igualmente el ATC Pleno 21 julio 2009, considera que el "derecho a la protección de la salud " (art. 43.1 CE) representa uno de los "principios rectores de la política social y económica" proclamados por la Constitución, cuyo reconocimiento, respeto y protección ha de informar la actuación de todos los poderes públicos (art. 53.3 CE), entre ellos, obviamente, este Tribunal Constitucional, … habida cuenta de que cabe predicar "su fragilidad y la irreparabilidad de los perjuicios que se podrían producir en caso de perturbación" (ATC 34/2009, de 27 de enero)…”.

            Así, entre otros, en el ATC Pleno 16 enero 2008, se  pone el acento en esa vinculación y se recoge expresamente que “En último término, por lo demás, importa notar que el sistema de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas no es un orden que funcione en el vacío o en abstracto, desligado de la realidad en la que opera, ni es tampoco, en consecuencia, un sistema que admita interpretaciones que conduzcan a resultados que pongan en entredicho los valores y bienes constitucionales sustantivos a los que precisamente sirve, en el presente caso, el derecho a la protección de la salud y el consecuente deber de todos los poderes públicos de arbitrar las correspondientes prestaciones y servicios necesarios (arts. 43.1 y 2 CE)”.

            El derecho a la protección a la salud es un derecho que se materializa y concreta en los derechos “particulares” que recoge el artículo 10 de la Ley General de Sanidad, en sus diversos apartados; así, por ejemplo, cuando establece: “Todos tienen los siguientes derechos con respecto a las distintas administraciones públicas sanitarias: (…) 14º.- A obtener los medicamentos y productos sanitarios que se consideren necesarios para promover, conservar o restablecer su salud, en los términos que reglamentariamente se establezcan por la Administración del Estado”.

            Como se afirma en la referida Querella, la “dimensión social e individual del derecho a la salud entronca, tanto en el plano normativo constitucional nacional, como en el plano normativo europeo y, en lo que aquí importa, con los derechos inherentes a la dignidad de la persona, los Derechos Fundamentales a la vida y a la integridad física y moral. El derecho colectivo se concreta en el derecho individual, el cual presenta carácter de Derecho Fundamental.

            Estos Derechos Fundamentales vienen reconocidos en nuestro ordenamiento constitucional, por el artículo 15 de nuestra Carta Magna, a todos los ciudadanos. Este sí, configurado como Derecho Fundamental pleno o de efectividad directa sin necesidad de desarrollo normativo alguno, resulta así exigible por los ciudadanos (articulo 53.2 CE). El articulo 43 CE se conecta necesariamente con el artículo 15 CE, confluye en él. Por su parte, encontramos en el ámbito europeo esta misma conexión de los Derechos Fundamentales a la vida y la integridad con el derecho a la protección a la salud en los artículos 2, 3 y 13 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales de Roma de 1950, que, respectivamente, protegen el derecho a la vida, a la integridad y la no tortura o trato degradante o inhumano y el derecho instrumental al “recurso efectivo ante las instancias nacionales”.

La Querella destaca la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, que unánimemente  establece la conexión normativa referida. Así, entre otros muchos, ATC Pleno 8 de abril de 2014 (“apreciando este Tribunal que el derecho a la salud y el derecho a la integridad física de las personas afectadas por las medidas impugnadas, así como la conveniencia de evitar riesgos para la salud del conjunto de la sociedad, poseen una importancia singular en el marco constitucional, que no puede verse desvirtuada por la mera consideración de un eventual ahorro económico (…) Afirmamos en el Auto 239/2012, FJ 5, que "para que este Tribunal valore los intereses vinculados a la garantía del derecho a la salud, es preciso acudir a lo dispuesto en el art. 43 CE, en relación con el deber de todos los poderes públicos de garantizar a todos los ciudadanos el derecho a la protección de la salud, cuya tutela les corresponde y ha de ser articulada "a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios" (art. 43.1 y 2 CE)" (STC 126/2008, de 27 de octubre, FJ 6). Si, además del mandato constitucional, se tiene en cuenta, como ya lo ha hecho este Tribunal, la vinculación entre el principio rector del art. 43 CE y el art. 15 CE que recoge el derecho fundamental a la vida y a la integridad física y moral, en el sentido de lo reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por todos asunto VO c. Francia de 8 de julio de 2004), resulta evidente que los intereses generales y públicos, vinculados a la promoción y garantía del derecho a la salud, son intereses asociados a la defensa de bienes constitucionales particularmente sensibles”.

            Así, la STC del Pleno de 17 de  enero de 1991, establece que “el derecho fundamental a la vida (f. j. 5º), en cuanto derecho subjetivo, otorga a sus titulares, según señalamos en la citada STC 120/1990, la posibilidad de recabar el amparo judicial y, en último término, el de este Tribunal frente a toda actuación de los poderes públicos que amenace su vida o su integridad” ... El derecho a la vida, reconocido en el art. 15 CE, es un derecho superior a cualquier otro, absoluto, ilimitado y de especial protección, coexistiendo la obligación positiva del Estado de proteger la salud y la vida de todos los ciudadanos (art. 43 CE)…. De otra parte, y como fundamento objetivo, el ordenamiento impone a los poderes públicos y en especial al legislador, “el deber de adoptar las medidas necesarias para proteger esos bienes, vida e integridad física, frente a los ataques de terceros, sin contar para ello con la voluntad de sus titulares e incluso cuando ni siquiera quepa hablar, en rigor, de titulares de ese derecho (STC 53/1985)”.

            Por su parte, esa inevitable relación entre el derecho a la salud y los derechos a la vida e integridad física y moral, viene siendo igualmente interpretada en tal sentido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Podemos concluir que en la Jurisprudencia de este Altísimo Tribunal supranacional se afirma, en lo que aquí importa, que el contenido material del derecho a la vida resulta vulnerado también por parte de los poderes estatales cuando existiendo una situación de riesgo para la vida del cual deben tener conocimiento las autoridades públicas, éstas no adoptan las medidas necesarias y razonables para evitar que se produzcan daños en la salud o en la vida de las personas de manera directa o incluso indirecta. En todos los casos en que un Estado deba o pueda tener conocimiento de la existencia de una situación riesgo para la vida de sus ciudadanos, queda colocado en una POSICIÓN DE GARANTE, con independencia de si el riesgo para la vida ha sido ocasionado por agentes públicos, por calamidades o accidentes naturales o no, o con independencia de si la amenaza para la vida ha sido provocada por un particular.

En concreto, se citan, entre otras muchas, las SSTEDH de 5 de diciembre de 2013 (Arskaya vs. Ucrania), en el que el Tribunal considera que las autoridades no han cumplido con las exigencias del artículo 2 del Convenio en cuanto al inadecuado tratamiento médico realizado, de lo que resulta responsable el propio Estado, con independencia de la negligencia profesional o no del médico que preste el servicio; de 17 de enero de 2002 (Calvelli y Ciglio contra Italia), en la que sobre el artículo 2 del Convenio se declara al respecto que se recuerda que este artículo establece la obligación para los Estados parte no sólo de impedir la privación “intencionada” de la vida, sino también la de tomar las medidas adecuadas para salvaguardar las vidas de aquellos que se encuentran bajo su jurisdicción (caso L.C.B. contra Reino Unido). Estos principios también se aplican a la esfera de la Sanidad pública en la que los Estados deben aprobar normas que obliguen a los hospitales a tomar las medidas necesarias para proteger las vidas de sus pacientes.

Pero también se obliga a que se establezca un sistema judicial independiente para que la causa de una muerte de un paciente bajo cuidado médico pueda determinarse y exigirse así las correspondientes responsabilidades; Sentencia de la Sección Segunda, de  9 de abril de 2013 (Mehmetsentürk y Bekirsentürk contra Turquía), conforme a la que “…79. El Tribunal recuerda que la primera frase del artículo 2 del Convenio obliga al Estado no solo a abstenerse de provocar la muerte de manera voluntaria e irregular, sino también a tomar las medidas necesarias para la protección de la vida de las personas dependientes de su jurisdicción”. Estos principios se aplican también en el ámbito de la salud pública (ver, entre otras, Powell contra Reino Unido (déc.), núm. 45305/99, TEDH 2000 V, y Calvelli y Ciglio [GC], antedicha, ap. 48).

De hecho, no se puede olvidar que los actos y omisiones de las autoridades en el marco de las políticas de salud pública pueden, en algunas circunstancias, implicar su responsabilidad bajo el prisma del apartado material del artículo 2 (Powell, Decisión antedicha): “... en virtud de la obligación positiva de proteger el derecho a la vida que le corresponde en los términos del artículo 2 del Convenio (ibidem). 81. Teniendo esto en cuenta, el Tribunal recuerda, asimismo, que las obligaciones positivas que el artículo 2 se atribuyen al Estado e implican el desarrollo por su parte de un marco reglamentario que imponga a los hospitales, tanto públicos como privados, la adopción de medidas propias para garantizar la protección de la vida de los enfermos. Asimismo, estas medidas implican la obligación de instaurar un sistema judicial eficaz e independiente que permita establecer la causa de fallecimiento de un individuo que se encuentre bajo la responsabilidad de un profesional sanitario, tanto si actúa en el marco del sector público como si trabaja en estructuras privadas, y llegado el caso, obligarles a responder por sus actos” (ver, en concreto, Calvelli y Ciglio antedicha, ap. 49).

            Así, establecido el binomio salud-vida en los términos expuestos, resaltaremos que, como se puede deducir fácilmente, el medicamento se configura como un instrumento básico de la política sanitaria de los Estados, a través del cual se hace efectivo y patente el derecho a la protección de la salud, tanto en su dimensión colectiva como individual y, por ende, como Derecho Fundamental.

El medicamento no es un producto de consumo sujeto a las leyes del mercado, a la oferta y la demanda, sino que es objeto de intervención y control estatal –o debe serlo- durante todas las fases de su vida. Así, cuando nuestra Constitución contempla el derecho a la protección de la salud, lo que se garantiza no es tanto un resultado (“estar sano”), cuanto la puesta a disposición de la ciudadanía a través de los Poderes públicos de unos medios para aspirar a conseguir tal objetivo, ocupando así esos Poderes una posición de garante respecto a cada uno de esos ciudadanos.

            Por otra parte, el derecho de acceso a los medicamentos no se agota con el acto de suministrarlos. Este acceso ha de reunir una serie de requisitos: Así, el paciente ha de acceder al medicamento en el momento oportuno y a tiempo; tal medicamento ha de ser de “calidad”, suministrado en las cantidades adecuadas para responder al tratamiento y, por supuesto, ha de ser efectivo para el uso al que se le destina. Al acceder a este fármaco el paciente ha de ser capaz de sufragar su coste, sin ver afectadas significativamente sus condiciones de vida, y a la vez ha de contar con una información adecuada sobre el mismo que le permita una utilización racional de este producto. Estos son, resumidamente, los dictados de la propia Ley 29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios.

            Se nos dirá que el alto coste de los medicamentos es un problema que afecta en cierta medida por igual a todos los Estados de nuestro entorno, incluido el nuestro. Y que la limitación de los recursos económicos públicos limita a su vez la posibilitación de que el derecho a la protección de la salud sea un derecho efectivo de cada ciudadano considerado individualmente y de la sociedad en su conjunto. En esa lógica o estado de cosas, se entiende que una reducción del precio del medicamento permitirá que un mayor número de pacientes pueda acceder a estos productos de primera necesidad. Sin embargo, esta aceptación de que el derecho a la salud pueda verse matizado o modulado por “consideraciones económicas” no puede en modo alguno alcanzar al contenido esencial del Derecho Fundamental, esto es, no puede poner en riesgo la salud, o lo que es lo mismo desde esta perspectiva, la vida y la integridad física de las personas, máxime en este caso en que otra conducta era posible. Y si lo hace, esto debe de tener relevancia penal.

           Efectivamente, el retardo injustificado en la fijación de precios e inclusión en el nomenclátor del Sistema nacional de salud del medicamento cuyo principio activo es Sofosbuvir (nombre comercial “Sovaldi”), la falta de precaución o espíritu crítico en relación con las patentes instadas por el laboratorio –una, que lleva más de diez años en tramitación y la otra, objeto de oposición por terceros en el expediente correspondiente ante la Oficina de Patentes Europea-, y ello con un laboratorio que se ve envuelto en lo que podríamos llamar “asunto Tamiflú”; la ausencia de adopción de medidas protectoras o ablatorias –entendidas en un sentido amplio- a pesar de la situación de epidemia, de urgencia en la que estamos; el no empleo del mecanismo de licencia obligatoria, la no expropiación de la patente, la oposición de nuestro Gobierno al posibilitamiento de una postura política unitaria en todos los Estados de la Unión Europea en orden a la fijación del precio a mínimo del medicamento comercialmente llamado “Sovaldi”; la injerencia política en la decisión médica, creando un sistema de prescripción y suministro de este tipo de  fármacos ad hoc que va en contra de los pacientes, de sus vidas y, lo que tampoco hay que olvidar, en contra del propio Sistema público de salud;  son todos ellos actos -o ausencia de actos- que convierten en ilícito penalmente relevante la omisión esencial cometida en la que se traducen tales antecedentes: la falta de administración del fármaco a los enfermos con carácter inmediato. La cuestión es que la posición de garante que a los querellados, máximos responsables del ramo,  respecto a la vida y la salud e integridad de los ciudadanos, de los afectados, le atribuye la ley y la Jurisprudencia –según antes veíamos- obligaba, exigía actuar de otro modo, y no se hizo: existiendo alternativas jurídicas que posibilitaban el tratamiento de los enfermos, se ha optado por no tratarlos, por el retraso, el mesmerismo, el secretismo y la asunción de precios exorbitantes, que impiden la generalización de los tratamientos y que dañan al interés general y al individual. Y así durante meses y meses, después de la autorización de comercialización emitida por la Agencia Europea no hicieron nada, teniendo conocimiento completo de la situación, primero por su propias atribuciones y en segundo lugar porque la situación no se generó espontáneamente (no podemos olvidar que estamos hablando de una epidemia, una pandemia silenciosa provocada por el propio Estado al ser la mayor fuente de contagio las transfusiones de sangre y hemoderivados no controlados que se produjeron hasta mediados de los noventa;  existieron repetidas noticias de los laboratorios desde 2012 y en años anteriores; expediente tramitado ante la propia Agencia Europea para la autorización de fármacos en la que, por supuesto, la Agencia española tiene representación, precisamente encarnada en la persona de una de las querelladas: la Directora de la AEMPS); incluso, como señala la Querella, ya mucho antes existían voces de alarma en relación a la urgencia de la situación desde el mismo Parlamento Europeo, desde la OMS y por parte de los colectivos de expertos médicos.

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            “Me siento avergonzado de mis colegas. Estoy abochornado. Esta es una ciencia de tres al cuarto. Parece mentira que nadie proteste. Malditos cobardes. El juego se llama -protege tu subvención, no abras la boca-. Se trata de dinero… el pretexto para seguir la línea del partido y no ser críticos, cuando es obvio que hay fuerzas políticas y económicas dirigiendo todo esto”.

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