Estamos acostumbrados a que nos mientan, a aceptar sin
recelo las falsedades de los nuestros y criticar con vehemencia las de los
opuestos. Hemos sacralizado el eufemismo y consentimos a diario las medias
verdades y las perversas metáforas que el márquetin comercial y político nos
brindan. Por otra parte, nuestra vida gira en torno a un único elemento físico:
el dinero, cuya medida decide, en casi todo, quien puede y quien no.
Vivíamos felices asumiendo que la verdad no era algo
importante y que pagar era hecho más que suficiente para obtener el derecho a
exigir a los demás y para disfrutar de una vida larga y cómoda.
Tuvo que ser un diminuto agente infeccioso, una especie de
nano robot al que algunos científicos dudan incluso en considerar un ser vivo,
el que nos propinara el capón que dejara en evidencia las carencias de nuestra
caduca e insensible tabla de valores.
Ahora hemos puesto en valía lo que en realidad fue siempre
valioso, y dejado en cuarentena lo superficial, esas habilidades que hoy
sabemos innecesarias y que premiábamos con cantidades insultantes de dinero.
Nuestros héroes visten ahora batas blancas y zuecos de caucho, no pantalones
cortos y botas de tacos, esgrimen escobas, fregonas y desinfectantes y no publican
sus miserias en prime time. Hemos aprendido a ver a las cajeras del
supermercado con otros ojos, y a entender que son ellas las que nos ponen a
mano lo que nos es realmente imprescindible. Eso es lo que pensamos hoy, pero
¿y mañana? ¿Estamos deseando que todo esto pase para volver a repetir
tozudamente lo mismo de antes? ¿Volveremos con la terquedad del piñón fijo a
nuestras rutinas anteriores, a ensalzar un sistema que se ha mostrado
inflexible y en el que la economía pesa más incluso que la vida?
¿Añadiremos más dolor al dolor por servir a dioses crueles
que nosotros mismos hemos creado?